domingo, 2 de octubre de 2011

El lazo que existe entre madres e hijas, puede oscilar entre entre el rechazo y el acercamiento.
Son clásicasla la idolatría manifiesa de las niñas hacia sus madres, el aborrecimiento en la adolescencia y la comprensión en una etapa de madurez.

En la relación madre - hija con facilidad se tocan límites, debido a la naturaleza compleja de ambas, por lo que es importante saber que las mujeres construimos en dicha relación nuestro “yo” y nuestra identidad femenina.
Por lo que cuando hay una ausencia de madre biológica, o habiendola, es una madre ausente se pierde la posibilidad de experimentar un amor incondicional y queda un vacío en el alma y en el peor de los casos se puede transitar por el mundo y por la vida sin llevar a la conciencia esa desconexión que impidió a la mujer albergar la sensación de tener a alguien genuino y experimentar la gracia de un amor profundo.
La natural “simbiosis” que existe entre la hija y su madre; marca indudablemente la confianza e intimidad que luego la niña en etapas posteriores de su vida ha de establecer, porque es a partir de esa confianza básica que su madre le brinda, que se va haciendo posible el desvanecimiento de límites personales en la busqueda de encuentro con los otros, sin que por ello pierda su propia individualidad.
Es necesario señalar que existen otras dificultades, menos drásticas, como la ausencia definitiva o parcial de la madre en la vida de su hija, aunque probablemente no menos dañina para la salud emocional de una y otra; como podría ser la competencia que propicia que la madre muestre de manera constante que es más inteligente, deseable o bella... o haciendo reclamos o ataques que establecen su propia polaridad de madre buena mala que marca la relación y desencadena una serie de conflictos cargados de envidia, celos, resentimiento, etc., entre ambas.

Y otras  dificultades, como que la madre no rompa la simbiosis que en otro tiempo fue necesaria, pero que por el paso del tiempo pierde su efecto benéfico; pero que ahora tiende a destruir e lmpedir la plenitud de la mujer adulta que se comporta tardíamente de manera infantil, inmadura; porque su madre no ha querido amarla con generosidad, bajo principios de libertad y ambas quedan atrapadas, en sus inseguridades y sus miedos.


O en un intento de lograr la propia identidad, la hija puede incluso expulsar a su madre, relegarla a un mínimo espacio de su vida.

Y ni hablar de los vínculos abusivos, en los que las madres se tornan débiles y dependientes, depositando en la hija grandes responsabilidades, impidiendole su propio desarrollo.

Afortunadamente también es posible mencionar que las relaciones sanas son posibles y que en ellas existen innumerables vicisitudes y hay un espacio para el amor, aceptación, encuentros y desencuentros y para lograr crear condiciones de aprendizaje para las dos y de todo ello, puede resultar la confianza en los propios alcances.

Es posible afirmar que para maternar se requiere de una alta capacidad de entrega, de discernimiento entre las propias vivencias y las de los hijos, de conciencia de las diferencias entre éstos y sus distintas necesidades físicas, psicológicas y espirituales.
Y, aun así, se transitará siempre por situaciones donde por un lado estarán los juicios de valor cultural que nos indican cómo se es una buena madre y por el otro nuestra naturaleza humana, nuestros problemas y contradicciones, nuestros sentimientos, nuestra edad cronológica, lazos sanguíneos o de afinidad; etc.

Será más fácil lograr el equilibrio desarrollando el propio yo que sin duda se forma a partir del contacto cercano con la madre, con su amor y cuidados.

Manifestando libremente la diferencia natural entre madre e hija y sin borrar las semejanzas; reconociéndo el propio origen y respetando la figura de la madre, con todas sus implicaciones.

La relación entre madre e hija puede ser una de las más hermosas que experimentemos en nuestra vida, y es una de las más intensas, profundas y complejas del ser humano.